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domingo, 7 de agosto de 2016

Ordeñando Busetas

Fuimos a ver a nuestro amigo Carlos Pescao Fernandez al teatro principal con grandes expectativas por su recital de piano. El Pescao es, como nosotros, un artista sin prejuicios por el escenario, lo he visto en bares, en ocupas, teatros, autobuses, nada lo arredra, siempre da un espectáculo de alto nivel. No es para reseñar la música del Pescao que nacen estas líneas.

Al terminar el recital, el maestro de ceremonia de la noche, amigo nuestro, se sintió en la obligación de decir algunas palabras sobre los músicos de calle, quedó en mi memoria esta frase compungida “¿cómo es posible que  músicos como Pescao o bandas como Los Tercios estén tocando en la calle, en los carritos?”. Pescao no argumentó sino que cambió el humor del comentario diluyendo lo que de indignación tenía. El giro fue sutil y la situación pasajera, pero quedó el gusanito.

Muchas son las voces de músicos que cantan las bondades de una potencial industria cultural. He escuchado a muchos colegas hablar de lo deseable que sería instaurarla, incluso sé de algunos que han declarado ser parte de la misma, y no me refiero a artistas firmados por grandes sellos discográficos extranjeros, sino a músicos bien relacionados con el proceso bolivariano. Este estado de ánimo me hace preguntarme ¿alguna vez has visitado una industria? Una industria de lo que sea, ¿has visitado las instalaciones de una gran corporación, o algún pequeño espacio-eslabón del gran tejido de cadenas que una industria implica? ¿has estado en una fábrica de salchichas? ¿has recorrido las oficinas de un banco o un ministerio? ¿has entrado a un cine privado a ver una película nominada al oscar? Si es así, has asistido a la liturgia de la industria.


Salta a la vista que una industria es el camino más oneroso para quitarle el corazón  a las ideas, a las prácticas y a las personas. Una industria requiere, para su funcionamiento, la despersonalización de los participantes y la departamentalización de los procesos que la integran. Una industria es un inmenso andamio de controles y repeticiones que, aplicado a lo cultural, solo puede tener el efecto de convertir el arte en propaganda. Vea con detenimiento cualquier película de Marvel y se dará cuenta que es un sutil y poderoso ejercicio de propaganda bélica. Desear que la cultura – o más específicamente el arte, pero actualmente hay un gran recelo hacia la palabra arte – como decía, desear que la cultura se convierta en industria es descorazonador, es necesaria mucha ingenuidad, ignorancia o maldad, o las tres juntas, para desear, sinceramente, que algo tan frágil y tan orgánico como la expresión cultural de un ser o un pueblo se convierta en proceso industrial. Para mí es evidente que reina la ingenuidad (o eso quiero pensar yo, ingenuamente)

La industria es cartesiana, primero está el hecho de que sus reportes financieros se grafican en planos cartesianos, segundo está la circunstancias de que la industria necesita especialidades jerarquizadas, como prescribe el método de Descartes, y lo más importante, la industria es ortogonal, está pensada en líneas de ensamblaje, en reproducción mecánica infinita, en normalización de procedimientos, discursos y productos. Cuando alguien dice “nuestra industria tiene los más altos estándares” y lo aplica a lo cultural yo pienso, “tienen el más sutil método de censura y la mejor manera de instaurar lo filtrado como referencia única”.

La cultura y el arte, si son de un pueblo, si son de la gente que piensa y siente, entonces son procesos orgánicos como orgánica es la vida que los inspira. Tan castrantemente ortogonal es la sola idea de industria que nos obliga a entender a los que no participan de ella como excluidos, como mendicantes, como desvalidos. El músico que no está en grandes tarimas ni en disqueras (públicas o privadas) se considera desasistido.

El músico de calle no está desvalido ni está excluido. En principio hay que aclarar que el arte en general está excluido de la vida cotidiana moderna, la música ya no está en el pensum obligatorio de estudios primarios como hace unos treinta años. Las pantallas de televisión no están llenas con películas de autor ni documentales ni obras de danza o teatro, en su lugar, estamos abarrotados de entretenimiento, dícese de la chatarra que produce la industria cultural para suplantar al arte. En los bares no hay tarimas ni músicos, solamente parlantes que reproducen más chatarra de la industria cultural. Así las cosas el arte se abre camino, no desiste, no muere, sigue luchando sin pelear… y toma la calle.

Un artista en la calle no está desvalido, se está valiendo de su arte para vivir y hacer vivir a los demás. Un artista en la calle no está desasistido, está construyendo un lugar que otros destruyeron o dejaron morir. Un artista de calle está en posesión de sus medios de producción. Si no hay espacio en los bares o en las plazas para los músicos, pues lo músicos irán a las paradas de bus, a los carritos por puesto, a los vagones del metro. Como esas semillas que al no encontrar la ladera de una montaña se empecinan en una grieta del pavimento y allí crecen hasta tumbar paredes y levantar alcantarillas. Un artista en la calle es un bastión de rebeldía contra la explotación, no le pone precio a su obra ni permite que otros la comercialicen y se enriquezcan a sus expensas: la obra se abre camino al corazón del público que, voluntariamente, ofrece al artista algo de su propio sustento, no llevado por la lástima, sino por una fuerza mucho mayor y altamente subversiva: el regocijo.


A los que por diversas razones confunden tocar en la calle con pedir limosna debo aclararles: a los mendigos nadie los aplaude, y a nosotros nos aplauden bastante. El aplauso es el barómetro insobornable de la idoneidad social de una obra. Cuando los pasajeros de un bus te aplauden no solamente te están aceptando, sino que están premiando y agradeciendo tu breve participación en sus vidas. El arte es vida y la vida desborda la calle, las industrias anidan en las oficinas y yo no toco en oficinas.

Armando González

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