Fuimos a ver a nuestro amigo Carlos Pescao Fernandez al
teatro principal con grandes expectativas por su recital de piano. El Pescao
es, como nosotros, un artista sin prejuicios por el escenario, lo he visto en
bares, en ocupas, teatros, autobuses, nada lo arredra, siempre da un
espectáculo de alto nivel. No es para reseñar la música del Pescao que nacen
estas líneas.
Al terminar el recital, el maestro de ceremonia de la noche,
amigo nuestro, se sintió en la obligación de decir algunas palabras sobre los
músicos de calle, quedó en mi memoria esta frase compungida “¿cómo es posible
que músicos como Pescao o bandas como
Los Tercios estén tocando en la calle, en los carritos?”. Pescao no argumentó
sino que cambió el humor del comentario diluyendo lo que de indignación tenía.
El giro fue sutil y la situación pasajera, pero quedó el gusanito.
Muchas son las voces de músicos que cantan las bondades de
una potencial industria cultural. He escuchado a muchos colegas hablar de lo
deseable que sería instaurarla, incluso sé de algunos que han declarado ser
parte de la misma, y no me refiero a artistas firmados por grandes sellos
discográficos extranjeros, sino a músicos bien relacionados con el proceso bolivariano.
Este estado de ánimo me hace preguntarme ¿alguna vez has visitado una
industria? Una industria de lo que sea, ¿has visitado las instalaciones de una
gran corporación, o algún pequeño espacio-eslabón del gran tejido de cadenas
que una industria implica? ¿has estado en una fábrica de salchichas? ¿has
recorrido las oficinas de un banco o un ministerio? ¿has entrado a un cine
privado a ver una película nominada al oscar? Si es así, has asistido a la
liturgia de la industria.
Salta a la vista que una industria es el camino más oneroso
para quitarle el corazón a las ideas, a
las prácticas y a las personas. Una industria requiere, para su funcionamiento,
la despersonalización de los participantes y la departamentalización de los
procesos que la integran. Una industria es un inmenso andamio de controles y
repeticiones que, aplicado a lo cultural, solo puede tener el efecto de
convertir el arte en propaganda. Vea con detenimiento cualquier película de
Marvel y se dará cuenta que es un sutil y poderoso ejercicio de propaganda
bélica. Desear que la cultura – o más específicamente el arte, pero actualmente
hay un gran recelo hacia la palabra arte – como decía, desear que la cultura se
convierta en industria es descorazonador, es necesaria mucha ingenuidad,
ignorancia o maldad, o las tres juntas, para desear, sinceramente, que algo tan
frágil y tan orgánico como la expresión cultural de un ser o un pueblo se
convierta en proceso industrial. Para mí es evidente que reina la ingenuidad (o
eso quiero pensar yo, ingenuamente)
La industria es cartesiana, primero está el hecho de que sus
reportes financieros se grafican en planos cartesianos, segundo está la
circunstancias de que la industria necesita especialidades jerarquizadas, como
prescribe el método de Descartes, y lo más importante, la industria es ortogonal,
está pensada en líneas de ensamblaje, en reproducción mecánica infinita, en
normalización de procedimientos, discursos y productos. Cuando alguien dice
“nuestra industria tiene los más altos estándares” y lo aplica a lo cultural yo
pienso, “tienen el más sutil método de censura y la mejor manera de instaurar
lo filtrado como referencia única”.
La cultura y el arte, si son de un pueblo, si son de la
gente que piensa y siente, entonces son procesos orgánicos como orgánica es la
vida que los inspira. Tan castrantemente ortogonal es la sola idea de industria que nos obliga a entender a
los que no participan de ella como excluidos, como mendicantes, como
desvalidos. El músico que no está en grandes tarimas ni en disqueras (públicas
o privadas) se considera desasistido.
El músico de calle no está desvalido ni está excluido. En
principio hay que aclarar que el arte en general está excluido de la vida
cotidiana moderna, la música ya no está en el pensum obligatorio de estudios
primarios como hace unos treinta años. Las pantallas de televisión no están
llenas con películas de autor ni documentales ni obras de danza o teatro, en su
lugar, estamos abarrotados de entretenimiento, dícese de la chatarra que
produce la industria cultural para suplantar al arte. En los bares no hay
tarimas ni músicos, solamente parlantes que reproducen más chatarra de la
industria cultural. Así las cosas el arte se abre camino, no desiste, no muere,
sigue luchando sin pelear… y toma la calle.
Un artista en la calle no está desvalido, se está valiendo
de su arte para vivir y hacer vivir a los demás. Un artista en la calle no está
desasistido, está construyendo un lugar que otros destruyeron o dejaron morir. Un
artista de calle está en posesión de sus medios de producción. Si no hay
espacio en los bares o en las plazas para los músicos, pues lo músicos irán a
las paradas de bus, a los carritos por puesto, a los vagones del metro. Como
esas semillas que al no encontrar la ladera de una montaña se empecinan en una
grieta del pavimento y allí crecen hasta tumbar paredes y levantar
alcantarillas. Un artista en la calle es un bastión de rebeldía contra la
explotación, no le pone precio a su obra ni permite que otros la comercialicen
y se enriquezcan a sus expensas: la obra se abre camino al corazón del público
que, voluntariamente, ofrece al artista algo de su propio sustento, no llevado
por la lástima, sino por una fuerza mucho mayor y altamente subversiva: el
regocijo.
A los que por diversas razones confunden tocar en la calle con
pedir limosna debo aclararles: a los mendigos nadie los aplaude, y a nosotros
nos aplauden bastante. El aplauso es el barómetro insobornable de la idoneidad
social de una obra. Cuando los pasajeros de un bus te aplauden no solamente te
están aceptando, sino que están premiando y agradeciendo tu breve participación
en sus vidas. El arte es vida y la vida desborda la calle, las industrias anidan
en las oficinas y yo no toco en oficinas.
Armando González
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