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domingo, 28 de agosto de 2016

LA MÚSICA SIEMPRE ES POLÍTICA

Dedicado a Pablo García y Alex Hair Tocuyo

Muy rara vez he asistido a una conversación sobre política: las más de las veces escucho a las personas hablar de sectarismo, pero casi nunca de política.

Tengo entendido que el primer teórico en pensar, abiertamente, a la política desde el mero sectarismo, la lucha desnuda por el poder como fin en sí mismo, fue el compadre Nicolás Maquiavelo. Maquiavelo centra su análisis y acuña su ciencia directamente en el estudio de los procedimientos para dominar a los pueblos, simple y llanamente, sin requerir asistencia de la religión o la moral o del bien común.

Antes y después de Maquiavelo se ha gastado mucha tinta pensando la política como una misión más ecuménica: hallar una manera razonada de organizar a la civilización, esto es, argumentar sus formas de autorregulación y producción social. Platón quiso que gobernaran primero filósofos y luego leyes geométricas, Hobbes que un hombre fuerte velara paternalmente por la cordura de todos y nos impidiera vandalizarnos constantemente, Marx que formáramos comités obreros para discernir el rumbo de la acción productiva y la organización social en que esta se desenvuelve, por poner solo tres ejemplos a lo largo de muchos siglos. Entender que la lucha por el poder entre distintos sectores agota la misión de la política es como pensar que los cuerpos terminan en la piel y son huecos.

Lo grave no es que exista permanentemente a lo largo de la historia una empobrecedora lucha entre facciones que surgen, desaparecen o se mantienen en la lucha por dominar la vida de los demás. Lo grave es que las personas que nunca saldrán ganando con esta confrontación sientan como suyas las razones fingidas por los distintos sectores. Un amigo lutier, flautista y artista plástico me decía a propósito de las guerras: siempre hay dos bandos, el de los que se benefician con la pelea y el de los que pelean.

Algunos creen que hacen música política porque apoyan esta o aquella gestión pública. Algunos creen que apoyando esta o aquella gestión pública están defendiendo un modelo del mundo. Mientras la participación política se limite al voto tal y como lo conocemos hoy día, viviremos en una farsa y seguiremos siendo utilizados. El voto, en sí mismo, es un modelo del mundo en el que las apariencias son una estafa: confundimos democracia con república y cosas peores.

La política es, como muchos dicen, un hacer constante. La política es la ciudad y baña sus calles con rayas en el piso y luces de colores en los semáforos, la política pone armas en manos de personas, la política pone y quita puentes, calles y avenidas, la política coloca urbanizaciones y barrios. La política es nuestra cibernética: es la ciencia que estudia cómo ese organismo llamado civilización se autorregula para sobrevivir. Operar cotidiana y conscientemente en un nivel tan abstracto quizá no sea posible, al menos para mí, pero con un procedimiento fractal podemos reducir nuestro problema a una escala manejable en lo cotidiano.

Cada manifestación musical es un organismo que se autorregula para sobrevivir. Su existencia se alimenta de la vida de los músicos y produce música y tejido socio-musical en su contacto con el público, un poco como las plantas consumen agua y dan oxígeno, flores y frutos. Las configuraciones de los músicos y las formas de sus músicas son sumamente variables, aunque hay números que significativamente se repiten: el dúo, el trío, el cuarteto, el quinteto, la multitud. Números primos, el cuadrado y el infinito: fertilísimos símbolos. Al interior de cada una de estos cloroplastos del arte vemos maneras de funcionar muy diversas. Puede servir como ilustración de esta diversidad la polaridad entre una orquesta sinfónica y un trío de freejazz.

La orquesta sinfónica hereda su majestad de la iglesia católica, y esta a su vez le debe mucho al militarizado y burocrático imperio romano. En la orquesta hay una multitud, una verdadera legión de músicos, ordenados por regimientos con distintas funciones y especialidades: armas de asedio, caballería, cuerpo de ingenieros, infantería ligera, infantería pesada, primeros violines, segundas violas, filas de metales, sección de percusión… Definitivamente no es un orden orgánico ni espontáneo, nunca puede salir una orquesta sinfónica juntando a los amigos de una calle: hace falta un plan superior. La orquesta no es una agrupación musical, es realmente un instrumento: es el instrumento del director. El General comanda con su batuta en la mano las descargas de trombones, las embestidas de los violines. El Director es, a su vez, una parte de la jerarquía del Esta Mayor: su función es interpretar sabiamente el plan de batalla que el Emperador le ha encomendado. Pantocrator Emperador que es el compositor en su escritorio, en su buró, emanando partituras para dar sentido al mundo por medio de los sonidos: autoridad última, tacada por el cielo, pero un poco inútil por sí misma, un poco endeble sin su ejército orquestal. Va la orquesta uniformada a ocupar sus asientos siguiendo la estricta jerarquía de la virtud, para ejecutar un plan que ella misma no puede apreciar en su conjunto: como el soldado campesino no llega a ver el esplendor del imperio que forjó su sangre derramada, el contrabajista en la orquesta inmensa pierde detalles del oboe en algún pasaje. La orquesta es un modelo social en sí mismo, participar en su música pasa por naturalizar muchas prácticas de interrelación humana que son eminentemente políticas. Para exponerlo con un detalle, lo músicos pueden hacer una votación para elegir a su director cada cierto tiempo… hasta ahí.

Una banda de jazz es orgánica, su dotación junta las necesidades naturales del oído y la disponibilidad de intérpretes. ¿saxo, contrabajo y batería? Claro, pero sólo es una de las posibilidades. ¿Repertorio? La vida misma. Alguno trae una melodía silbando entre dientes, esta melodía atraviesa los intestinos de los músicos y estos comienzan a dialogar fraternalmente, simultáneamente, en base y alrededor a la melodía que trajo el silbido. Sin más, si alguno es notablemente más experimentado que los otros, hace una observación al final de la ejecución. Sin atesorar lo realizado, sin pasar por el papel, quizás habiéndolo grabado, pasan los jazzistas a la siguiente pieza, que es única como irrepetible es una buena y espontánea conversación. La idea de tocar-improvisar-musicar jazz siempre me hace pensar en perros libres jugando en un jardín o un prado. El primer derecho que reivindican el jazz y otras músicas populares es el de dialogar libremente aportando desde la propia subjetividad. El marco mismo del intercambio es flexible y va dando origen, por sí mismo, a nuevas aventuras y situaciones: tocar pasa a ser una manera de descubrir juntos un mundo de posibilidades. No me imagino un hasta más alta en la que se pueda izar la bandera de la libertad, la democracia y la vida en común.


La vida es un proceso creativo y todo proceso creativo es parte y síntesis de la vida, el cómo nos organizamos para crear y para vivir dice mucho más de nuestra sensibilidad política que nuestro verbo o nuestro voto. ¿Cómo se organiza un grupo de músicos para crear? ¿Qué crean y para qué? Las respuestas a esas preguntas nos señalarán con exactitud la inevitable carga política de una agrupación.

Armando González

domingo, 7 de agosto de 2016

Ordeñando Busetas

Fuimos a ver a nuestro amigo Carlos Pescao Fernandez al teatro principal con grandes expectativas por su recital de piano. El Pescao es, como nosotros, un artista sin prejuicios por el escenario, lo he visto en bares, en ocupas, teatros, autobuses, nada lo arredra, siempre da un espectáculo de alto nivel. No es para reseñar la música del Pescao que nacen estas líneas.

Al terminar el recital, el maestro de ceremonia de la noche, amigo nuestro, se sintió en la obligación de decir algunas palabras sobre los músicos de calle, quedó en mi memoria esta frase compungida “¿cómo es posible que  músicos como Pescao o bandas como Los Tercios estén tocando en la calle, en los carritos?”. Pescao no argumentó sino que cambió el humor del comentario diluyendo lo que de indignación tenía. El giro fue sutil y la situación pasajera, pero quedó el gusanito.

Muchas son las voces de músicos que cantan las bondades de una potencial industria cultural. He escuchado a muchos colegas hablar de lo deseable que sería instaurarla, incluso sé de algunos que han declarado ser parte de la misma, y no me refiero a artistas firmados por grandes sellos discográficos extranjeros, sino a músicos bien relacionados con el proceso bolivariano. Este estado de ánimo me hace preguntarme ¿alguna vez has visitado una industria? Una industria de lo que sea, ¿has visitado las instalaciones de una gran corporación, o algún pequeño espacio-eslabón del gran tejido de cadenas que una industria implica? ¿has estado en una fábrica de salchichas? ¿has recorrido las oficinas de un banco o un ministerio? ¿has entrado a un cine privado a ver una película nominada al oscar? Si es así, has asistido a la liturgia de la industria.


Salta a la vista que una industria es el camino más oneroso para quitarle el corazón  a las ideas, a las prácticas y a las personas. Una industria requiere, para su funcionamiento, la despersonalización de los participantes y la departamentalización de los procesos que la integran. Una industria es un inmenso andamio de controles y repeticiones que, aplicado a lo cultural, solo puede tener el efecto de convertir el arte en propaganda. Vea con detenimiento cualquier película de Marvel y se dará cuenta que es un sutil y poderoso ejercicio de propaganda bélica. Desear que la cultura – o más específicamente el arte, pero actualmente hay un gran recelo hacia la palabra arte – como decía, desear que la cultura se convierta en industria es descorazonador, es necesaria mucha ingenuidad, ignorancia o maldad, o las tres juntas, para desear, sinceramente, que algo tan frágil y tan orgánico como la expresión cultural de un ser o un pueblo se convierta en proceso industrial. Para mí es evidente que reina la ingenuidad (o eso quiero pensar yo, ingenuamente)

La industria es cartesiana, primero está el hecho de que sus reportes financieros se grafican en planos cartesianos, segundo está la circunstancias de que la industria necesita especialidades jerarquizadas, como prescribe el método de Descartes, y lo más importante, la industria es ortogonal, está pensada en líneas de ensamblaje, en reproducción mecánica infinita, en normalización de procedimientos, discursos y productos. Cuando alguien dice “nuestra industria tiene los más altos estándares” y lo aplica a lo cultural yo pienso, “tienen el más sutil método de censura y la mejor manera de instaurar lo filtrado como referencia única”.

La cultura y el arte, si son de un pueblo, si son de la gente que piensa y siente, entonces son procesos orgánicos como orgánica es la vida que los inspira. Tan castrantemente ortogonal es la sola idea de industria que nos obliga a entender a los que no participan de ella como excluidos, como mendicantes, como desvalidos. El músico que no está en grandes tarimas ni en disqueras (públicas o privadas) se considera desasistido.

El músico de calle no está desvalido ni está excluido. En principio hay que aclarar que el arte en general está excluido de la vida cotidiana moderna, la música ya no está en el pensum obligatorio de estudios primarios como hace unos treinta años. Las pantallas de televisión no están llenas con películas de autor ni documentales ni obras de danza o teatro, en su lugar, estamos abarrotados de entretenimiento, dícese de la chatarra que produce la industria cultural para suplantar al arte. En los bares no hay tarimas ni músicos, solamente parlantes que reproducen más chatarra de la industria cultural. Así las cosas el arte se abre camino, no desiste, no muere, sigue luchando sin pelear… y toma la calle.

Un artista en la calle no está desvalido, se está valiendo de su arte para vivir y hacer vivir a los demás. Un artista en la calle no está desasistido, está construyendo un lugar que otros destruyeron o dejaron morir. Un artista de calle está en posesión de sus medios de producción. Si no hay espacio en los bares o en las plazas para los músicos, pues lo músicos irán a las paradas de bus, a los carritos por puesto, a los vagones del metro. Como esas semillas que al no encontrar la ladera de una montaña se empecinan en una grieta del pavimento y allí crecen hasta tumbar paredes y levantar alcantarillas. Un artista en la calle es un bastión de rebeldía contra la explotación, no le pone precio a su obra ni permite que otros la comercialicen y se enriquezcan a sus expensas: la obra se abre camino al corazón del público que, voluntariamente, ofrece al artista algo de su propio sustento, no llevado por la lástima, sino por una fuerza mucho mayor y altamente subversiva: el regocijo.


A los que por diversas razones confunden tocar en la calle con pedir limosna debo aclararles: a los mendigos nadie los aplaude, y a nosotros nos aplauden bastante. El aplauso es el barómetro insobornable de la idoneidad social de una obra. Cuando los pasajeros de un bus te aplauden no solamente te están aceptando, sino que están premiando y agradeciendo tu breve participación en sus vidas. El arte es vida y la vida desborda la calle, las industrias anidan en las oficinas y yo no toco en oficinas.

Armando González

sábado, 6 de agosto de 2016

TERCIAMENTE Géneros y etiquetas

Desde mediados del siglo pasado la moda entre los artistas contraculturales o de vanguardia o de fusión era conjurar las etiquetas como a cadenas opresoras. La frase acuñada era “mi trabajo no se puede etiquetar…” o “soy un artista que desafía las convenciones, a los que tratan de etiquetarme y limitarme yo les digo que…” y cosas por el estilo. Súbitamente, internet mediante, las etiquetas obtuvieron el abolengo del hashtag anglosajón y ahora todos (artistas o no) corren a por la suya, se la ponen en la cabeza y se fotografían orgullosos. De golpe y porrazo ya no queremos ser irrepetibles, reclamamos nuestra etiqueta. ¿Qué pasó?

A veces creemos que como es ahora ha sido siempre, que Pedro Picapiedra era obrero del neolítico y compraba comida rápida. Yo personalmente creo que no siempre la música ha tenido géneros. Lo que sí ha sido una constante histórica es que los humanos tienen distintos estados de ánimo. Las culturas se inventan palabras y actividades para estos estados de ánimo, así, más o menos, supongo yo, en cierta cultura, cierto tiempo, cierto lugar, las gentes, cuando se sentían festivas o tenían motivos para festejar, reunían aguardiente, comida, techo y música, comenzaban a reír, beber, bailar y cantar, y a eso le llamaron joropo. “¡Póngase las alpargatas que lo que viene es joropo!” es una frase muy fuerte como para referirse solamente a unas melodías, esto apunta más bien a una noche épica, como lo tiene que ser, en sentido cabal, una noche de joropo.

Hablando de música, hubo un tiempo en que existían unos lugares conocidos como disco-tiendas. En esa época la música venía en una plaquitas sintéticas circulares que llamaban discos y eran compradas allí. En los estantes se apilaba la mercancía y uno se ubicaba en el local siguiendo unos cartelitos que ponían con los nombres de los “géneros”. Eran estos unas etiquetas (vaya coincidencia) que rezaban: “rock”, “salsa”,  “merengue”, “jazz” y así. Eso, a nivel semántico, funcionaba muy bien con Amanda Miguel, con Porfi Jiménez o con cualquier intérprete cuyas canciones se parecieran lo suficiente entre sí. También funcionaba muy bien fuera de la disco-tienda, y así los habían que decían que eran punks, otros que decían que eran metaleros y otros que decían que eran salseros y así. Era como si el mundo tuviera cierto orden divino ejecutado en base a los planes de las disco-tiendas ¡qué maravilla! pero no, o no del todo.

La música construye y expresa estados de ánimo. La cultura y los individuos expresan esos estados de ánimo de maneras cada vez más complejas a través de productos culturales. El caso de la música es especial porque sus productos culturales están asociados a ritos sociales: hay tambores de Naiguatá para terminar la fiesta de matrimonio y hubo marcha nupcial para iniciarla, hay mariachis para el día de la madre y rancheras o boleros para la resaca de ese licor llamado amor. Así las cosas, las distintas músicas pudieran ser etiquetas de distintos estados de ánimo. Estoy seguro que cualquiera me entendería si le digo “hoy me siento como una canción de Chavela Vargas” ¡pobrecito!

Desde que se puede vender música, así, industrialmente, se venden también estados de ánimo. “No vendas zapatos. Vende pies bonitos” es la vieja conseja de los publicistas. Hay que decir que los estados de ánimo no son puros ni universales, sino que se sostienen en el marco general de referencias éticas y estéticas que manejan los individuos, y los individuos se agrupan, forman vínculos y, al compartir sus estados de ánimo, crean convenciones sobre qué y cómo sentir, y muy especialmente, cómo expresar lo sentido. De tal manera que si quieres vender estados de ánimo tienes que acudir a los espacios donde se desarrollan sus ritos sociales y allí los vendes a grupos ya establecidos a los que puedes abordar con ciertas convenciones, o si eres muy poderoso o empecinado o carismático, configuras directamente esos grupos, les das un lugar y les dictas una sensibilidad que estén dispuestos a suscribir. Para dirigirte a esos grupos necesitas etiquetas que los distingan de otros. Y en todo caso necesitas comunidades. Gente con cosas en común.

En algún momento, no sé cómo exactamente, las etiquetas tomaron el control. Propongo una mesa de tres patas: por un lado parecen mayormente desarticuladas las redes de espacios cotidianos para la realización de ese rito social que es la música en vivo (cuyo peso en el imaginario ha disminuido), por otro vemos que canales tradicionales para la formación de tejido socio-musical (como la radio) están apostando por sostenerse por la pura prosa, con un uso meramente comercial o incidental de lo musical, y finalmente esa naturaleza propia de la internet que pareciera una página de Excel matriushka fractal, en la que las cajitas tienen nombres y rutas y otras cajitas y es muy fácil encontrar y muy fácil perderse.

Para colmo de males las disco-tiendas hace tiempo que no existen, las disqueras se desmaterializaron, sin aviso desaparecieron esos monstruos que nos querían etiquetar, como a vacas marcadas y así quedamos cimarrones todos los músicos a la buena de Dios el en la sabana infinita de la internet. Lo que no cambia es que los músicos siempre necesitan público, necesitan comunidad, y la comunidad necesita constantemente nueva música que se adecue a la cambiante sensibilidad de su ánimo y su identidad. Necesitan crear sus propios cumbes. Así las cosas el poder de convocatoria recayó cada vez más en las etiquetas. Hay un concierto de #Punk, hay un #gaitazo, hay un #templetedesalsa, ven a la matiné de #raptorhause, etc.

Las etiquetas quedaron como lugares virtuales y vagabundos, por ahí, buscando recolectar música y gente para reunirlos en el momento sagrado del placer estético. Las crean los músicos, los oyentes, las acuñan siempre cuidando que tengan su mascarita de # para que se las pueda reconocer entre la multitud de las palabras. Algunas son #joropunk o #jororock o #tuyerock y otras tantas. Las etiquetas nos reúnen, pero ¿qué significan? ¿cuál es el alcance de su validez? ¿a qué apuntan exactamente? Veo venir más páginas persiguiendo a estas preguntas, pisándoles los talones.